martes, 10 de mayo de 2011

Ninguna lágrima cayó de sus ojos

Ella estaba sentada sola en el banco de la plaza, bajo la tenue luz de una luna blanca y redonda. Quizás estaba esperándolo a él, o tal vez no. Pero cuando él llegó caminando, ambos partieron. Estaban descalzos y marchaban solitarios en la noche, sentían que vivían como en otro mundo, no necesitaban nada más que tenerse el uno al otro y subsistir. No se dijeron una palabra. No eran necesarias para demostrar lo que sentían. Llegaron a una esquina en donde alguien los atacó desaforadamente, ambos atinaron a correr juntos en la misma dirección, intentando escapar del inesperado ataque. Al cabo de unos metros ella giró y se escondió detrás de unos arbustos. Él corrió unos metros más y luego se volvió para buscarla y para ocultarse con ella. En ese instante notaron que ya estaban fuera de peligro, pero en su desesperación por esconderse, ella había pisado accidentalmente un ramaje con espinas, con un poco de dificultad para caminar, logró salir de atrás de los arbustos. Él notó que ella cojeaba pero no le preguntó si estaba bien, no le preguntó si necesitaba algo, tampoco vio si la herida era grave. Se miraron un instante y siguieron adelante. No se preguntaron el porqué del ataque, consideraron que cualquier respuesta que obtuvieran no iba a cambiar el transcurso de sus vidas, es por eso que siguieron caminando como si nada hubiera pasado.

Más adelante en su caminar se encontraron con una mujer y un niño que recién estaba aprendiendo a dar sus primeros pasos. El niño, al verlos, les sonrió y ellos, contentos con el gesto recibido, intentaron acercarse a la criatura, pero la mujer no quiso que su hijo hiciera contacto alguno con ellos, pues ambos tenían un aspecto enfermo y poco higiénico. Levantó al niño y apuró el paso, alejándose de la discriminada pareja. Opuestamente, el niño les regaló una última mirada de afecto con una sonrisa mientras se alejaba abrazando el cuello de su progenitora.

Y así continuaron su andar, a su alrededor la noche era la dueña del tiempo, el silencio en la ciudad crecía cada vez más. Siguieron caminando hasta entrada la madrugada. Ambos estaban cansados y buscaban un lugar donde parar. Divisaron un terreno baldío que quedaba cruzando la avenida principal, se alcanzaba a ver allí un colchón viejo, abandonado y considerado basura, pero para ellos era un lugar bastante óptimo para pasar la noche, debido a que no tenían domicilio fijo ni otro lugar mejor donde dormir. Él corrió en dirección al colchón, ella no podía correr pero intentó acelerar el paso a pesar de su dificultad para caminar. Cuando ella recién estaba por cruzar la avenida notó que él no había podido llegar al colchón. Mientras él corría, se oyó un sonido agudo, producto de un fuerte roce entre cuatro neumáticos y el pavimento. Este aterrador ruido de frenada lo dejó atónito, giró la cabeza en dirección a la fuente de dicho sonido y dos luces lo cegaron, dificultándole reaccionar rápido. Vio que las luces del vehículo se le acercaban cada vez más. El sonido de la frenada era cada vez más seco. Por el miedo, él no pudo moverse. Luego ya no sintió más nada.

A pesar de que el conductor logró frenar el vehículo, no alcanzó hacerlo a tiempo. Ya era tarde. Sin embargo no bajó del vehículo, sólo sacó la cabeza por la ventanilla, miró un instante el cuerpo que yacía sobre el asfalto y sintió algo de lástima por el accidente. Cerró la ventanilla, puso en marcha el vehículo y siguió su viaje.

Ella vio todo, lamentablemente sin poder hacer nada. Él estaba tirado sobre el asfalto, inmóvil, sin más cobija que el frío de la noche y sin más cama que una enorme mancha de sangre que ensuciaba la avenida principal.

Había sido la herida causada por el ramaje de espinas en aquel escondite de arbustos lo que le impidió a ella correr hasta el colchón y por eso su destino no fue ser arrollada junto a él.

Ella no gritó. No dijo nada. No pidió auxilio. Ninguna lágrima cayó de sus ojos. No pensó en que él podría necesitar asistencia médica ni de otro tipo. Ahora, él era sólo un cadáver en la fría noche y serían las moscas y los gusanos los encargados de hacer desaparecer el inactivo cuerpo.

Ella seguía descalza y renga. Llegó hasta el colchón abandonado, se recostó, escondió su cola entre sus patas traseras, se lamió la pata herida y luego se durmió sin aparente preocupación, pues ahora que su felino amigo ya no estaba en su mundo, ella no necesitaba nada más, simplemente subsistir.

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